Era una tarde de invierno en Moscú. La temperatura en la calle era 25° ó 30°. Recuerdo que la nieve crujía al caminar y el sol era radiante sobre un cielo azul, limpio de nubes. Así suelen ser los días de invierno en Moscú: hermosos.
Al llegar a mi habitación sentí la necesidad de subir a la habitación de Alicia. Yo vivía en el piso 3 y ella en el 11. No pensé que a esa hora del mediodía ella no debería estar en casa porque normalmente llegaba de la universidad al final de la tarde o en la noche. Simplemente seguí el impulso de mi intuición.
No llamé a la puerta, abrí, pasé y vi a mi hermana acostada en su cama, el rostro bañado en lágrimas que se deslizaban. Me vio y no dijo nada pero su mirada pedía auxilio. En alguna parte de mí comprendí que pasaba algo serio y se me ocurrió presionar su pecho como tantas veces había visto en películas. Presionaba y soltaba. A los pocos segundos ella pudo hablar y llorar. Me dijo que no podía respirar, que había pensado en mí.
Me pidió que la llevara a una clínica de la embajada francesa porque en la clínica de la universidad la habían visto, le habían diagnosticado bronquitis y le habían mandado una pastillitas pero ella se sentía peor. Yo no conocía esa clínica pero ella me explicó que allí veían extranjeros también. No recuerdo si cobraban y no se cómo ella se enteró de esa maravilla.
Solo quien haya vivido en el Moscú de finales de los 70, principios de los 80 sabe lo atrasada y precaria que era la atención médica allá en esa época, al menos para el común de la gente.
Nos pusimos los abrigos y salimos. En la clínica de la embajada francesa la examinaron y le diagnosticaron bronconeumonía. Le prescribieron antibióticos y otros medicamentos. Según recuerdo, se los dieron.
Estoy convencida de que los seres humanos estamos interconectados, solo debemos estar atentos, escuchar a nuestra intuición y actuar en consecuencia. Siempre esos impulsos que no podemos explicar racionalmente nos conducen al bien superior.
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