lunes, 7 de marzo de 2016

De cómo los sueños pueden ser la voz de Dios (II)

     Vivía yo todavía en Moscú y compartía la habitación de la residencia estudiantil con una muchacha afgana con quien tuve una bonita relación de amistad. Ella se llamaba Akela y era una persona muy dulce, respetuosa y generosa.
     Recuerdo que Akela sufría de constantes dolores de cabeza y para aliviarlos hacía algo que a mí me parecía ingenuo: se arrancaba un cabello del lugar donde tuviera el dolor más fuerte. 
     Sucedió que una noche me desperté. Mi cama quedaba justo al frente del closet y hacía L con la cama de Akela. No hubo ningún motivo que me hiciera despertar, solo abrí los ojos y  vi cómo una presencia, que estoy segura era femenina, se desplazaba desde el closet hacia la cama de Akela. Tenía un vestido largo, azul, y no tenía pies, tampoco pude ver su rostro. Se sentó al borde de la cama de mi compañera y comenzó a acariciarle la cabeza. Yo miraba con naturalidad que esa 'señora' acariciara a Akela. Recuerdo que quise encender mi lámpara de noche, más por acto reflejo que por otra cosa, pero no pude moverme. No sentí temor alguno, para mí, fue algo natural, como mencioné, y no podría explicar por qué. Fui testigo mudo de aquella escena hasta que volví a dormirme. Pienso que fue mi inocencia y pureza de sentimientos lo que me permitió presenciar un acto de profundo amor hacia aquella joven.
     Nunca antes había contado esta experiencia porque tenía temor de lo que pudiesen pensar de mí las demás personas. Estoy segura que muchos dirían, y dirán, 'lo soñó', o 'lo inventó'. Hoy lo comparto porque me importa muy poco el qué dirán y porque sé que todos tenemos seres de luz que nos cuidan. 

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